Sylvia Iparraguirre

Del día y de la noche

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Hay una cara oculta de la cosas. La literatura, la vida cotidiana, la Historia universal: todo tiene un lado de sombra, una reserva de sueños. Un territorio donde aquello que no sucede a la luz del día prosigue, de noche, su secreta existencia. Éste es el territorio que explora Del día y de la noche. En un relato, una mujer llega a las ruinas de Pompeya y comprende que ese mundo desaparecido es el suyo. En otro, alguien viaja al pueblo de sus antepasados y busca el eco de sus voces en las calles vacías.

El extraño Brunnet recorre los pueblos para demostrar a la gente que todos somos asesinos. Un marino apodado Capitán Ventarrón lleva el mal tiempo allá donde va. El reverendo Reginald Pirinius observa azorado cómo los marineros se solazan con las nativas, mientras él es turbado por los encantos de los jovencitos del Nuevo Mundo. Criaturas nacidas de esa “noche” que sirven de contrapeso a las historias, los personajes de Sylvia Iparraguirre son tan conmovedores como inquietantes. En este, quizá el más personal de sus libros, una de las escritoras argentinas más celebradas en el mundo despliega con libertad inédita su fantasía, su sentido del juego y su veta de humorista.
Este libro no está disponible por el momento.
100 páginas impresas
Publicación original
2016
Año de publicación
2016
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Citas

  • Rosana F.compartió una citahace 3 años
    POMPEYA

    Había viajado largamente en barco; había viajado una noche interminable en un tren ceniciento y, por fin, hacia la madrugada, había viajado en un vacilante coche de alquiler. Ahora estaba en Pompeya. Cuando pisó las gradas, su cuerpo tembló. Recorrió las calles donde el pasto y la maleza crecían entre las piedras abandonadas. El sol, implacable, arrancaba destellos níveos de los fragmentos de columnas y de los trozos de mármol dispersos en los senderos. Se quitó los zapatos y corrió hasta lastimarse los pies. Pegada al muro, sin aliento, esperó. El aire ardiente dibujó el llamado de las tórtolas. Al atardecer, cítaras y risas ondularon arriba, entre los cipreses. Sin abrir los ojos, la mujer elevó una arcaica plegaria de agradecimiento. Se soltó el pelo y dejó caer el vestido junto al muro. Se apresuró. Los comensales habían llegado y el banquete estaba por comenzar. En el círculo de peces y delfines que dibujaban los mosaicos, dos adolescentes desnudos esperaban la señal del dueño de casa para trabarse en una lucha que era juego. La mujer alzó la mirada radiante y se buscó tras las columnas, en la claridad de los muros, en la escena del fresco que cubría la pared larga de la galería, hasta encontrarse. Allí era donde pertenecía.

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