Libros
Jack London

La gente del Abismo

En 1902, Jack London llegó a Londres con la intención de escribir un reportaje sobre el East End, la zona este de la ciudad, donde pasó varios meses disfrazado de vagabundo, con el fin de poder penetrar en el Abismo, tal como él lo llamaba. Su curiosidad le llevó a visitar los slums, los llamados barrios pobres, en donde se hacinaban cientos de personas en condiciones infrahumanas, mientras que las clases acomodadas se beneficiaban de la política colonial que el Imperio llevaba a cabo en sus colonias. London descubrió la extrema pobreza, la proliferación de los sin techo que dormían en los bancos de los parques, la desesperación de los desempleados y de los enfermos sin asistencia que vivían en la más absoluta miseria.

De esa terrible experiencia nació La gente del Abismo, obra en la que el escritor americano describe ese inframundo, que él mismo vivió en carne propia, pues se hizo pasar por un marinero sin trabajo, durmió en los albergues públicos, donde compartió con los más pobres cama y alimentos, o pasó más de una noche al raso y soportó los rigores del clima y las duras condiciones que padecían los pobres.

Un texto lúcido y estremecedor. Una crítica social extraordinaria y una encendida protesta de la miseria que encubría el país más poderoso del mundo.
249 páginas impresas
Propietario de los derechos de autor
Bookwire
Publicación original
2016
Año de publicación
2016

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Citas

  • b7821601351compartió una citahace 4 años
    Los salarios bajos de su padre, y de los otros hombres de su misma profesión, le parecían razones suficientes para creer que tener mujer e hijos era una carga y una causa de infelicidad masculina. Hedonista inconsciente, completamente amoral y materialista, buscaba la mayor felicidad posible para sí mismo, y la encontraba en la bebida.
  • b7821601351compartió una citahace 4 años
    Con mis harapos y andrajos me zafé de la plaga de las propinas, y trataba con los hombres de igual a igual. Es más, antes de que acabara el día ya le había dado la vuelta a la situación y, con enorme gratitud, le dije «Gracias, señor» a un caballero a quien le sujeté el caballo y dejó caer un penique en la afanosa palma de mi mano.

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