Un día más con vida

Ya no querían a Angola.

Estaban hasta la coronilla de un país que debía de haber sido su tierra prometida y que no les había aportado sino decepción y humillación. Decían adiós a su casa africana con una mezcla de desesperación y rabia, de pena e impotencia, y con la sensación de abandonarla para siempre. Lo único que querían era salvar la vida y sacar sus bienes.

Pasaron muchas cosas antes de que la ciudad fuera clausurada y condenada a muerte. Como el enfermo que en los últimos momentos de su agonía parece revivir y recupera las fuerzas por unos instantes, a finales de septiembre la vida en Luanda adquirió un vigor y un ritmo inusitados.

gente huía de Angola como se huye de la peste inminente o del aire fétido que no se ve pero que siembra la muerte. Luego vendrá el viento, y la arena borrará las huellas del último hombre.

pasan horas antes de que se tome alguna decisión acerca de quién, finalmente, va a hacerse con una plaza.

Ningún parecer acaba por granjearse una general aprobación. La desesperada multitud se lanza al abordaje de cada uno de los aviones y

Resulta difícil organizar a los portugueses, porque se trata de individualistas declarados, de naturalezas que no saben vivir en grandes colectivos o comunidades.

¿Trabajar? Aquí no trabaja nadie. Esta gente vive como hace cien años. ¡Qué digo cien, hombre! ¡Mil!

se dirigían directamente al aeropuerto. Alrededor del mismo no tardó en crecer una ciudad nómada, sin calles ni casas.

Por el camino, los refugiados se unían formando largas columnas y así atravesaban el país, pues cuanto más numeroso era el grupo, más seguro se sentía.

Todo el mundo tenía prisa, todo el mundo se marchaba. No había nadie que no quisiera coger el primer vuelo a Europa o a América, a donde fuese.