Con la torpeza de los nervios, se saca del bolsillo de la chaqueta unos auriculares, los desenrolla, los enchufa en un móvil y se concentra en apretar las teclas, muy despacio. Escucha, dice al fin, y le pasa los auriculares, que ella se coloca en las orejas de inmediato.
Lo que sale del cable es una voz de mujer clara y grave, una voz ambigua, ligeramente masculina, estruendosa, pero con el estruendo limpio de una ola que se estrellara contra un malecón, una voz que la envuelve y la lleva hacia arriba y luego hacia abajo, y de fondo un saxo, o una trompeta –eso Casi no lo sabe–, un instrumento de viento que se entremezcla con la voz, trenzándose con ella, instrumento con voz y voz con instrumento, subiendo y bajando como si compitieran o como si bailaran. Ella cierra los ojos, escucha, escucha con muchísima atención, aunque sin olvidarse del todo de que el Viejo la está mirando. Cuando la canción sube y sube y sube y finalmente se rompe antes de caer de golpe y acabar, le devuelve los auriculares y dice: qué bonito. El Viejo asiente, sonríe, le da las gracias. Él le da las gracias a ella, y no al revés, piensa Casi: qué extraño todo.
Nina Simone, murmura el Viejo, esa es Nina Simone, pero Casi jamás ha oído ese nombre. Es posible que lo que más le guste en el mundo, dice el Viejo, después de los pájaros, o en la misma medida que los pájaros, sea la voz de esa mujer, lo cual, si uno lo piensa bien, viene a ser prácticamente la misma cosa. Era una mujer singular, le explica, toda su vida luchó por los suyos, pero no siempre fue bien comprendida, y cuando Casi le pregunta quiénes eran los suyos, el Viejo dice: ¡los negros! A Casi le ha gustado la canción, no le importaría nada escucharla otra vez, pero no le interesa tanto la historia que el Viejo le está largando ahora, llena de fechas y nombres y más fechas y nombres que consiguen que su atención se vaya irremediablemente hacia otra parte. Nina Simone, dice el Viejo, era un nombre artístico, del mismo modo que ellos se han puesto los suyos, Casi y Viejo, para escapar del nombre real, que es una cárcel. Cuando Nina era una niña que se llamaba Eunice estaban en vigor las leyes de Jim Crown –yimcraun, repite Casi–: separados pero iguales o cada uno por su lado, explica el Viejo, es decir, que blancos por aquí y negros por allá, nada de mezclas, pero allá que iba la pequeña Eunice todos los días a un barrio de blancos para asistir a sus clases de piano, todos los santos días recibiendo los insultos de la gente y