Bolívar Echeverría

La modernidad de lo barroco

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    europeos, en cambio, aunque percibían la otredad del Otro como tal, lo hacían sólo bajo uno de sus dos modos contrapuestos: el del peligro o la amenaza para la propia integridad.
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    vez la principal desventaja que ellos tuvieron, en términos bélicos, frente a los europeos consistió justamente en una incapacidad que venía del rechazo a ver al Otro como tal: la incapacidad de llegar al odio como voluntad de nulificación o negación absoluta del Otro en tanto que es alguien con quien no se tiene nada que ver.
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    trata de dos historias, dos temporalidades, dos simbolizaciones básicas de lo Otro con lo humano, dos alegorizaciones elementales del contexto o referente, dos “elecciones civilizatorias” no sólo opuestas sino contrapuestas.
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    Ninguna sustancia semiótica, ni la de los significantes ni la de los significados, podía ser actualizada de manera más o menos directa, es decir, sin la intervención de la violencia como método persuasivo.
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    La Malintzin tenía ante sí el caso más difícil que cabe en la imaginación para la tarea de un intérprete: debía mediar o alcanzar el entendimiento entre dos universos discursivos construidos en dos historias cuyo parentesco parece ser nulo.
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    la práctica de la interpretación tiende a generar algo que podría llamarse “la utopía del intérprete”. Utopía que plantea la posibilidad de crear una lengua tercera, una lengua-puente, que, sin ser ninguna de las dos en juego, siendo en realidad mentirosa para ambas, sea capaz de dar cuenta y de conectar entre sí a las dos simbolizaciones elementales de sus respectivos códigos; una lengua tejida de coincidencias improvisadas a partir de la condena al malentendido.
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    Mientras más lejanos entre sí los códigos, mientras menos coincidencias hay entre ellos o mientras menos alcancen a cubrirse o coincidir sus respectivas delimitaciones de sentido para el mundo de la vida, más inútil parece el esfuerzo del intérprete. Más aventurada e interminable su tarea.
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    En efecto, ser intérprete no consiste solamente en ser un traductor bifacético, de ida y vuelta entre dos lenguas, desentendido de la reacción metalingüística que su trabajo despierta en los interlocutores. Consiste en ser el mediador de un entendimiento entre dos hablas singulares, el constructor de un texto común para ambas.

    La mediación del intérprete parte necesariamente de un reconocimiento escéptico, el de la inevitabilidad del malentendido. Pero consiste sin embargo en una obstinación infatigable que se extiende a lo largo de un proceso siempre renovado de corrección de la propia traducción y de respuesta a los efectos provocados por ella. Un proceso que puede volverse desesperante y llevar incluso, como llevó a la Malintzin, a que el intérprete intente convertirse en sustituto de los interlocutores a los que traduce.
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    –como lo fue la Malintzin durante esos meses– la única intérprete posible en una relación de interlocución entre dos partes; ser así aquella que concentraba de manera excluyete la función equiparadota de dos códigos heterogéneos, traía consigo al menos dos cosas. En primer lugar, asumir un poder: el de administrar no sólo el intercambio de unas informaciones que ambas partes consideraban valiosas, sino la posibilidad del hecho mismo de la comunicación entre ellas.
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    “La lengua que yo tengo”, dice Cortés, en sus Cartas, sin sospechar en qué medida es la “lengua” la que lo tiene a él. Y no sólo a él, sino también a Motecuhzoma y a los desconcertados dignatarios aztecas.
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