Si nos hubiera hablado de hormigas como tal vez –no puedo excluirlo– lo había hecho alguna vez, hubiésemos pensado que nos encontraríamos con un enemigo concreto, medible, con un cuerpo, un peso. En realidad, si ahora trataba de recordar las hormigas de los lugares de donde veníamos, las veía como bichos respetables, criaturas de esas que se pueden tocar, apartar, como los gatos, los conejos. Aquí nos enfrentábamos con un enemigo como la niebla o la arena, contra el cual no hay fuerza que valga.