Hasta los doce años te encantaba el ajedrez. Cada día encontrabas una nueva coreografía intelectual. Aprendías a hacer jaques dobles, destapes, sacrificios, enroques, figuritas, cadenas de peones al tresbolillo..., incluso trampas. No ganabas a nadie. Perdías hasta contigo mismo; pero te lo pasabas de puta madre. Luego, un día cualquiera, vino un profesor a enseñarte cómo se hacían las cosas. Te enseñó manuales básicos y otros más abstrusos llenos de defensas sicilianas, gambitos, alekhines, karo kans... Te diste cuenta de que el ajedrez era una cosa más seria de lo que creías.