El proceso empezaba en la infancia. El asombro con que se descubría por primera vez el fuego, el mar, las nubes, un pez, los dedos de las manos, el ladrido del perro, la aparición de las flores, un estornudo y el dolor de una quemadura, era rápidamente asimilado; la computadora se ponía a registrar y la segunda llama, la nube de forma alargada, el pez rojo, la amapola y las manchas en la piel del tigre eran velozmente identificados; con un poco más de tiempo, el niño que sonreía ante la proximidad de la ola o se asustaba con el rumor del viento era un individuo que jamás veía una flor, pasaba con indiferencia delante de una hoguera y espantaba a los perros con la amenaza de un golpe. «No puedo recordar si siempre lo beso antes de salir o sólo me acerco y le digo: Hasta luego, querido». Uno se iba familiarizando con los seres y las cosas, con los objetos, hasta vivir en una vaga atmósfera indefinida de presencias conocidas y contornos poco nítidos; si un elemento, si un solo elemento fuera desprendido del conjunto y desapareciera, ¿alguien lo advertiría?