—No, Georgie. Ya lo hemos hablado. Basta. De momento.
—Es que… una cosa más.
—Vale, solo una.
—Voy a esforzarme.
—Te creo.
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¿No era ese el sentido de la vida? ¿Encontrar a alguien con quien compartirla?
Y si acertabas en eso, ¿en qué te podías equivocar? Si estabas junto a la persona que amabas más que a nada, ¿no pasaba a un segundo plano cualquier otra cosa?
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Incluso a más de dos mil kilómetros de distancia, aun por teléfono, Georgie conseguía que se sintiera vivo.
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¿Cómo había llegado a dudar de que la amaba? Cuando amarla era lo que mejor hacía de cuanto se le daba de maravilla.
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Cruzar el país en busca de tu verdadero amor siempre es la estrategia más acertada. (Siempre. En todos los casos.)
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Neal. El rey de los gestos grandilocuentes. Neal, que cruzó el desierto y escaló montañas para reunirse con ella.
Neal.
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La primera vez que Georgie se puso esa camiseta, Neal se rio y la empujó contra la cama.
Porque no se reía cuando algo le hacía gracia; lo hacía cuando era feliz.
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Este chico recorrió medio país en coche en un solo día; no creo que parase ni para tomar café. Siempre ha sido el rey de los gestos grandilocuentes, ¿verdad?
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—Cásate conmigo —seguía diciendo él.
—Sí —repetía ella.
—Me parece que puedo vivir sin ti —confesó él, como si llevara veintisiete horas pensando en ello—, pero no sería vida.
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Le pasó los brazos por la cintura y por el cuello y le besó toda la cara.
—Cásate conmigo —repetía una y otra vez—. Cásate conmigo, Georgie.