Cuando el mundo se convierte en algo ajeno y, sobre todo, incomprensible al grado de que sólo pueden entenderlo o aceptarlo algunos iniciados por medios que incluyen la magia o la cábala, no queda al alcance de las personas sensibles sino el repliegue, la vuelta sobre uno mismo. En estas circunstancias se da una novela como «El libro vacío» (1958) en la que, considera Rosario Castellanos, «el problema del escritor se convierte en un asunto estrictamente privado». Josefina Vicens (1915) es dueña de un largo «curriculum» en el que destaca su labor como guionista y adaptadora de cine. Cuenta en su novela cómo José García, el protagonista, siente en forma especial el deseo de comunicarse, de escribir y, paradójicamente, no puede hacerlo, bloquea sus capacidades y llega a sentirse como «un hombre atrapado entre cuatro paredes lisas; a veces siento que me ahogo por el hecho de saber de memoria el número de peldaños que tienen las escaleras de mi casa y las de mi oficina; y por encontrarme desde hace ocho años todos los días en el camión a un señor que se baja una cuadra antes que yo; y porque cada vez que el gerente entra en mi despacho dice lo mismo… No es un dolor, no es una desdicha: se llama estabilidad, seguridad y muchos hombres la anhelan». La autora no cree que el destino de su personaje sea inexorable. Si no cumple una proeza es «porque no hubo ocasión, porque el tiempo fue pasando». Lo terrible es que sean los elementos superficiales, la realidad modificable del hombre, los que logren desvirtuar su existencia.