Bajó de un salto y empezó a brincar por la acera con el látigo, abriendo entre los perros un sendero por el que Leslie, Margo, Mamá y yo acarreamos a Roger, que gruñía y forcejeaba. Dando tumbos llegamos al vestíbulo, y el portero cerró de golpe la puerta y se apoyó contra ella, temblándole el bigote. Adelantóse el encargado, mirándonos con una mezcla de aprensión y curiosidad. Con el sombrero caído y mi tarro de orugas en la mano, Mamá salió a su encuentro.