Rachel observaba a los niños. Procedían de países diversos. Hablaban
diferentes idiomas. Algunos habían estado en campos de concentración,
mientras que otros habían permanecido ocultos con familias cristianas o habían vivido escondidos en bosques, escapando de los soldados nazis. No importa qué hubieran vivido, todos tenían algo en común. «Todos
nosotros –pensó Rachel– somos refugiados sin patria ni hogar».
La
segunda guerra mundial se había acabado y una Rachel de once años y su familia estaban decididos a encontrar una patria donde poder construir
una nueva vida. Decidieron abandonar Europa a bordo del Exodus, un barco
que trasladó a 4.500 refugiados judíos a su Tierra Prometida, conocida
como Palestina.