Ella decía que era porque no le gustaba conducir. Yo le dije que era peligroso conducir por la mañana. Los dos mentimos. Nos mentimos porque ninguno de los dos estaba dispuesto a admitir la verdad: no éramos capaces de resistirnos el uno al otro. Al menos eso es lo que me pasaba a mí. Desde el momento en que puso un pie en mi casa, con esos ojos grandes y llenos de esperanza, no pude mantenerme alejado de ella.