empre así, hasta que me jubile? ¿Entre los millones de cosas que se pueden hacer, por qué he elegido una que me obliga a estar tan lejos de mi familia?
No te imaginas todo lo que os eché de menos en aquella cárcel con ruedas, no había día que no pensara en todo lo que estaríais haciendo en mi ausencia.
A ella, a tu madre, me la imaginaba por las noches, cenando en soledad, frente a un televisor que sustituía mi compañía. Me la imaginaba recogiendo la mesa, fregando los platos y dirigiéndose en silencio a una cama de dos que solo se deshacía por un lado. Me la imaginaba despertando también sola, mirando de vez en cuando a esa zona en la que había un compañero intermitente.
Muchas veces también me la imaginaba acompañada de alguien que no era yo, quizá conociendo a otra persona que pudiera llenar mis ausencias, que pudiera colorearle las risas que yo ni siquiera le sabía dibujar, alguien que le diera, además de amor, compañía.
Y luego viniste tú, mi tú, mi niño, mi tesoro. Y fue entonces cuando el dolor se duplicó, si es que el dolor se puede medir en cantidades, porque ahora ya eran dos ausencias las que yo no llenaba.
Ni siquiera pude verte nacer, fallaron los cálculos y, sobre todo, las distancias. Tú tenías que nacer una semana más tarde y yo hubiese debido estar unos mil kilómetros más cerca.
Intenté pasar más tiempo contigo en tu infancia, pero ni siquiera entonces fui capaz de conseguirlo. Te veía de fin de semana en fin de semana, y eso significaba verte crecer a saltos. Unos saltos que al principio, cuando eras un bebé, apenas tenían altura, pero que poco a poco, conforme fuiste haciéndote mayor, crecieron hasta ese punto en el que uno sabe que ya no puede reparar el pasado. Hasta ese punto en el que hay demasiadas cicatrices entre los recuerdos.
Y el problema es que, conforme pasaba el tiempo, en lugar de coleccionar momentos estaba coleccionando ausencias: cuando no te escuché decir tu primera palabra que, sin duda, no fue papá; cuando no te vi dar el primer paso, ni el segundo,