Amenazados por el peligro, la mayoría de los cairos se unieron por fin. Incluso el rey Aktasar transigió en desconvocar el último de sus debates y reasumió el mando de su pueblo. Fue él quien, en vísperas del ataque, propuso un ardid que a punto estuvo de burlar el saqueo de sus enemigos. Tal era el razonamiento del rey Aktasar: los dioses habían existido mientras creyeron en ellos, para extinguirse cuando dejaron de hacerlo. Por tanto, para resistir el ataque bárbaro bastaba con creer que no existía un ataque bárbaro. Los guerreros enemigos nada podrían con sus monturas de batalla y sus armas martilleadas en cien combates si no tenían a nadie que creyera en ellos. Como sus dioses, también ellos se disolverían en el viento. Los cairos no presentaron pues línea de batalla. Abandonaron a un lado sus armas y desde el más viejo hasta el más niño se limitaron a vendarse los ojos con jirones de tela, a la espera del ataque de los bárbaros.
La caballería cargó contra ellos profiriendo horribles gritos de guerra, pero ninguno de los cairos creía en la batalla y en consecuencia ni los tajos ni las flechas enemigas lograron alcanzarlos. El combate se prolongó inofensivamente durante algún tiempo, sin que los hérulos —o los hunos, o los gépidos— comprendieran la milagrosa razón de su resistencia. A punto estaban ellos mismos de disolverse en el aire cuando un niño, excitado por el clamor de las armas, logró soltarse de la mano de su madre y arrebatarse de un manotazo la venda de los ojos.
El niño vio al mismo tiempo la polvareda, el galope de los caballos, la sangre, la serradura de las cimitarras en los pechos, los miembros cercenados; los dardos silbando en el aire y el alfanje relampagueando a sólo un centímetro de su garganta.
Un instante después todo había terminado.