Juan Gómez Bárcena

Los que duermen

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  • Rafael Ramoscompartió una citahace 15 días
    Eso es todo. El viaje ha terminado y, sin embargo, siento como si sólo ahora mi vida empezara. Durante algún tiempo, nadie dice nada. Es un tiempo que no sé medir, ni largo ni corto sino innecesario, tal y como es el tiempo de los dioses.
  • Rafael Ramoscompartió una citahace 15 días
    La vida es un río que a veces se detiene y es como si nosotros pudiéramos remar a contracorriente de ese río; desandar los días vividos
  • Rafael Ramoscompartió una citahace 18 días
    Todos los bosques son en todas partes el mismo bosque, dice la Diosa, y atravesar ese bosque significa recorrer el mundo entero. Nosotros caminamos bajo sus árboles con las teas encendidas, al paso de las vacas sagradas.

    Hace mucho tiempo que nos dirigimos al alba. Tanto que ya nunca pienso en cómo era mi vida antes y, cuando lo hago, es como si mis recuerdos pertenecieran a otra persona. Sólo sé que caminamos, que la marcha no se detiene nunca y que, en ocasiones, incluso eso parece también un sueño, y son los árboles y las colinas los que parecen venir a nosotros
  • Rafael Ramoscompartió una citael mes pasado
    Amenazados por el peligro, la mayoría de los cairos se unieron por fin. Incluso el rey Aktasar transigió en desconvocar el último de sus debates y reasumió el mando de su pueblo. Fue él quien, en vísperas del ataque, propuso un ardid que a punto estuvo de burlar el saqueo de sus enemigos. Tal era el razonamiento del rey Aktasar: los dioses habían existido mientras creyeron en ellos, para extinguirse cuando dejaron de hacerlo. Por tanto, para resistir el ataque bárbaro bastaba con creer que no existía un ataque bárbaro. Los guerreros enemigos nada podrían con sus monturas de batalla y sus armas martilleadas en cien combates si no tenían a nadie que creyera en ellos. Como sus dioses, también ellos se disolverían en el viento. Los cairos no presentaron pues línea de batalla. Abandonaron a un lado sus armas y desde el más viejo hasta el más niño se limitaron a vendarse los ojos con jirones de tela, a la espera del ataque de los bárbaros.
    La caballería cargó contra ellos profiriendo horribles gritos de guerra, pero ninguno de los cairos creía en la batalla y en consecuencia ni los tajos ni las flechas enemigas lograron alcanzarlos. El combate se prolongó inofensivamente durante algún tiempo, sin que los hérulos —o los hunos, o los gépidos— comprendieran la milagrosa razón de su resistencia. A punto estaban ellos mismos de disolverse en el aire cuando un niño, excitado por el clamor de las armas, logró soltarse de la mano de su madre y arrebatarse de un manotazo la venda de los ojos.
    El niño vio al mismo tiempo la polvareda, el galope de los caballos, la sangre, la serradura de las cimitarras en los pechos, los miembros cercenados; los dardos silbando en el aire y el alfanje relampagueando a sólo un centímetro de su garganta.
    Un instante después todo había terminado.
  • Rafael Ramoscompartió una citael mes pasado
    Poco después, los dioses se rindieron a la evidencia de su extinción. Sus fuerzas se habían debilitado y, acurrucados en la galería más recóndita de su caverna, sintieron la sacudida de un terremoto que abrió grietas en el suelo y volvió la luz oscura como la sombra. Sobrecogidos por la sospecha de su mortalidad, pálidos de terror, los dioses balbucearon sus primeras palabras. Ellos, los dioses mudos, los dioses arrogantes, silenciosos, inmortales, tuvieron el tiempo justo para pronunciar un puñado de palabras, hermosas o cobardes, que nadie escuchó. Después se disiparon en el aire como humo o como sueño, como si nunca hubieran existido
  • Rafael Ramoscompartió una citael mes pasado
    Una última variante de la leyenda.
    Aktasar no queda atrapado más allá del umbral del relativismo. Lo que encuentra en el año 6524 después de Itata no es sólo un mundo vacío de dioses, sino también de seres humanos. Ve una nación de hombres que no son hombres, pues están hechos de metal y tienen tenazas en lugar de manos y cajas en vez de cuerpos. Ve miles de máquinas esperando a los mismos dioses, siempre esperando; eternamente esperando con los focos oculares clavados en el cielo.
    De un modo u otro consigue cabalgar hacia el pasado y participar a sus contemporáneos la revelación de la muerte del hombre y de sus dioses. Sus súbditos son persuadidos de la verdad con argumentos sacados de otro siglo. Su fe en los dioses se extingue entonces como la arena en el viento.
    Se cumple así lo dispuesto, pues estaba escrito:
    «Viajarán más allá de nuestro nacimiento y nuestra muerte. Traerán la noticia de nuestras exequias y con ello dejarán de soñarnos»
  • Rafael Ramoscompartió una citael mes pasado
    «Viajarán más allá de nuestro nacimiento y nuestra muerte, después de lo cual su regreso será imposible».
    Tal parece haber sido la suerte del rey Aktasar. Dice la leyenda que aún continúa en el año 2374, atrapado en una época que no es la suya, y pese a todo dudando todavía de estar atrapado en una época que no es la suya. Algo más de tres siglos nos restan para desvanecer la posibilidad de esta bella teoría
  • Rafael Ramoscompartió una citael mes pasado
    A continuación, cabalga más tarde del año 6524 después de Itata. Aktasar encuentra un mundo artificial, hecho a imagen y semejanza del hombre; nada parece seguro en aquella tierra relativista e incierta, donde las cosas tienen la posibilidad de ser y no ser al mismo tiempo. Un lugar donde sólo hay sitio para el hombre y los dioses murieron con su fe hace ya muchos años. De ello deduce que también los dioses son mortales: que surgieron cuando los hombres los soñaron por vez primera y que murieron al desvanecerse su necesidad y su fe.
    El rey intenta regresar a su tiempo, pero es demasiado tarde. Emponzoñado por el ateísmo y por las ideas relativistas, ahora duda de todo cuanto antes creía firmemente. Duda de su corona y de su cetro. Duda de su fe en los dioses y de la posibilidad de viajar en el tiempo. Duda incluso de sí mismo y de sus carnes. Al instante la montura mágica se convierte en la yegua vieja y desdentada que siempre ha sido en realidad. Azuzada por las espuelas del monarca que ya no se sabe monarca, da hacia adelante unos vacilantes trotes. La yegua se tambalea a los pocos pasos y finalmente viene a tierra, reventada por el esfuerzo
  • Rafael Ramoscompartió una citael mes pasado
    Se cumplió así lo dispuesto, pues estaba escrito en la grupa de la yegua:
    «Viajarán más allá de nuestra muerte; comprenderán la relatividad de todas las cosas, y menguada su fe en nuestra existencia, nos disiparemos con ella en el viento».
  • Rafael Ramoscompartió una citael mes pasado
    En ese tiempo, el relativista hizo tambalear los cimientos de la fe de Aktasar en las cosas, en las preguntas, en su propia existencia. Mientras lo escuchaba, el pensamiento del monarca sufrió sucesivas transformaciones. Primero fue creyente, más tarde deísta, agnóstico; finalmente ateo. Fue alternativamente idealista y materialista; escéptico y dogmático; estructuralista y postestructuralista; partidario acérrimo de la esclavitud y abolicionista. Aprendió lo que significaba la palabra «revolución» y entendió que todo pueblo tenía hambre de ella. Creyó primero en la posibilidad de un mundo mejor, para desencantarse más tarde. Cuando el relativista terminó su discurso, Aktasar había creído y defendido todas las posturas, y sólo era capaz de concebir una única certeza: que no existía una sola certeza. Supo también que sus dioses habían muerto ya; que acaso no habían existido nunca. Reunido su pueblo, les comunicó todos estos saberes, que en el fondo son uno solo. Los cairos perdieron así la fe en sus dioses y a resultas de ello sus dioses murieron
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