Primera persona

El otro día se me ocurrió que mi debilidad no es ser mujer sino ignorar qué clase de mujer soy. ¿Habrá quien lo sepa? ¿Una se parece más a sus actos o a sus pensamientos? ¿Cuántos pensamientos caben en un acto? ¿Cuántas mujeres caben en un cuerpo? ¿Cuántas en una vida? ¿Estoy dispuesta a abrazarlas a todas?

Una buena madre jamás será vista como una mujer excepcional, será solo una madre

Dicen que sumergirse en el mar es lo más parecido a volver al útero.

Mis rodillas son un mapa de cicatrices microscópicas.

A veces pienso que llegaré a los cincuenta con uno de veintipocos y un día en el que me sienta inusualmente generosa, lo miraré condescendiente: “Tranquilo, ya se te va a pasar”. Y le entregaré en ese gesto todo mi amor. O sea, a veces pienso que a mí también se me va a pasar. A mi madre no se le pasó, mi padre ya no está con ella y no sólo lo sigue queriendo, sino que lo quiere más.

Estuve un rato mirándome en el techo: al principio con más repulsión que curiosidad, al final, verdaderamente fascinada por mi nuevo cuerpo roto.

Cuánta necedad, como si la geografía fuera algo más que una marca imaginaria en la tierra, una línea que se cierra y nos contiene bajo la premisa falsa de pertenecer. Quizá sea eso: que cualquier trazo en la tierra, aunque sea imaginario, se borra cuando toca el agua.

Crecer mirando el agua, aspirando el salitre y buscando la sombra te condena a la divagación inconducente. Y, de algún modo, de eso vivo.

Nunca aprendí a nadar, pero siempre tuve la sensación de que jamás me ahogaría.

Me caía mucho, me raspaba y encontraba gran placer en sacarme la costra seca de la herida.