La culpa surgió de la nada. Del mismo sitio del que salían las risas vacías y las bocanadas de aire ahogado, cojeando en la negación de una ácida y evidente verdad: que, frente a la opción de luchar, elegí correr. Huir. Desaparecer. Quise volver a empezar…, sin terminar primero con lo que me estaba matando por dentro. Y ahí seguía ese maldito virus. Esa sensación de que no me merecía ninguna alegría, que no valía una mierda y que iba a morir sola, desesperada y sin nada por lo que luchar. Que era un montón de basura circunstancial andante. Un fracaso parlante.