Las aldabas resonaron y se abrieron las puertas de palacio. ¡Su Majestad el rey! La reina estaba apostada en un recodo junto a un ventanal gótico, abierto a la intemperie, donde la luna apenas llegaba a entibiar con sus rayos. Ella daba la espalda, y sintió como pesadas mazas de acero a cada aldabonazo tras de sí. Era una llamada mortuoria, la sintió como se siente a la misma muerte. El rey de las Españas era escoltado a través de la Cámara de presencia por el Camarero Mayor, era una fúnebre comitiva, vestía de bruno, con jubones y gregüescos acuchillados, calzas y zapatos negros. Es un ogro, su prometida espera.? Ahí surge, amarga como la miel de Sinope[1]. Majestad, debéis presentaros con franqueza, es esencial para el futuro y la salvaguarda de vuestra causa ?le persuadió al oído su embajador don Cristóbal.