Luis Felipe Sauvalle

El club de los suicidas

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  • b0468910155compartió una citahace 3 años
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    Una lechuza aterrizó sobre el capó del sedán cuando se estacionaron, pero pronto se echó a volar. Al mirar por la ventana, en dirección a la casona, Ximena distinguió un par de leones de piedra que flanqueaban una escalinata. En cuanto se bajó Bastián miró hacia la casa, esperando que alguien lo estuviera observando pero todavía nadie reparaba en su presencia. Justo después ella abrió la puerta. Una pierna desnuda resplandeció en la noche. Ximena llevaba puesto un vestido apretado con mangas de encaje que se acomodó cuando salió del auto. Unos focos ubicados en el césped iluminaban la escalinata. Mientras subía los peldaños se ciñó del brazo de Bastián. La conversación, las risas de los invitados, todo contribuía al clima festivo que se insinuaba adentro. Ximena se detuvo y sujetó esa mano de dedos gruesos, que se llevó a la cara.

    –Si tienes dudas… –dijo ella, pero toda vacilación quedó despachada con un movimiento del mentón.

    –Ya estamos acá –le respondió.

    La escalinata culminaba en una puerta entreabierta que franquearon para llegar a un pasillo bien iluminado. Unos metros más allá los recibiría Shayla –la dama de honor– con su cara blanca y sus ojos de gata. En el momento en que entraron al hall –Bastián con las manos en los bolsillos, Ximena colgada de su brazo– escucharon unas risotadas. La muchacha se sobresaltó, pero de inmediato recuperó la compostura.

    Ajena al bullicio, Shayla les explicaba dónde se haría la ceremonia, dónde la comida, y dónde el bailoteo.

    –Van a estar súper cómodos, al ladito de la chimenea –les decía, mientras Bastián miraba al fondo buscando dónde estaría el bar.

    Ximena, con un nudo en el estómago, se preguntaba si acaso no se había puesto demasiado maquillaje. Solo respiraría más aliviada una vez que se fundiera con el centenar de invitados. A Bastián, en cambio, le costaba quedarse quieto. En medio de toda esa gente destacaban su cabello gris, sus cejas gruesas, sus ojos lánguidos y esa chaqueta de tweed casi sin forro. Ese look desarrapado era un fuero que se reservaba, tanto por su labor de profesor universitario como por su pasado como ajedrecista.

    –¿Y en qué piensas, Bastián?

    –En que somos la sal de la tierra –y sonrió.

    Ximena pronto captó la ironía: circulaban rumores de boca en boca. Un grupo de personas murmuraba, sus miradas de buitre se posaban sobre ella: calculaban mentalmente su edad y hacían la
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