Juan Luis Arsuaga

Observé los arbotantes de la catedral, los remates de la Giralda. Entre los dos monumentos sumaban dieciséis o diecisiete siglos de existencia: una mota de polvo en el devenir del universo. Lo mío, en consecuencia, no llegaba ni a un parpadeo en la historia del mundo ni en la de los hombres y sus obras. Dentro de dos novelas, quizá una si la muerte o la demencia así lo decidieran, sería un kilo de cenizas en el interior de una urna de mármol (doy por descontada la incineración, aunque no la he dispuesto).

te enseñaré la eternidad, y creo que no te va a gustar.

La eternidad se llamaba «rata topo desnuda» y se trataba, en efecto, de una especie de rata delgada, de unos doce centímetros, que vivía en galerías subterráneas y cuya carencia absoluta de pelo parecía el resultado de una quimioterapia agresiva, aunque supe enseguida que el animal era inmune al cáncer, además de a otras enfermedades. Su piel, muy delicada en apariencia, oscilaba entre el rosáceo de un hámster recién nacido y el pardo oscuro de una bellota. Disponía de dos incisivos desmedidos y móviles, dos auténticas palas que ocupaban la mitad de su cara y que le proporcionaban una expresión, si no de idiota consumada, sí de pánfila.

Pensé que la biología pertenecía al género literario del terror como la teología

porque lo que da sentido a la vida es la muerte.

¿Hacia dónde debería correr si la angustia aumentaba: hacia delante o hacia atrás?

profesor de Ecología en la facultad decía que donde hay mucha vida hay mucha muerte,

Lo que vosotros llamáis muerte, añadió, son desplazamientos en el interior de la vida. «Desplazamientos en el interior de la vida»

a mí me aterroriza la idea de que con los avances de la medicina podamos ser eternamente viejos: eso es un castigo horrible.

lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal».