Todo comenzó el jueves 7 de febrero. Los ladridos de Max en alta definición me despertaron mucho antes de lo normal. De mala gana me levanté y bajé las escaleras. Por la hora, imaginé que las gemelas ya se habían ido a la prepa, pero al llegar al comedor las vi junto a mis papás y a unos platos de verduras al vapor que ni un conejo muerto de hambre se comería.
—Papá, ¿cómo puedes dejar que Blue Jazmin baje en pijama? —dijo Sandra Dalia; Sandalia, para abreviar.
—Sí, de seguro se durmió con su perro mugroso y está llena de pulgas. Díganle que se vaya —completó Elsa Patricia, el Zapato, de “cariño”.
Mi papá volteó a verme y, con cara de asco, me pidió que me fuera a bañar. No pensaba complacerlo. Salí hacia mi cuarto y cerré la puerta con coraje. A lo lejos escuché los gritos de mi mamá diciendo que si no dejaba de azotar las cosas iba a provocar un terremoto. Eso me hubiera gustado. Tal vez con un terremoto habría logrado que mis papás dejaran de ver las pantallas de sus celulares y que Sandalia y el Zapato se preocuparan por algo que no fuera su bonita cara, su perfecto cuerpo y su hermosa ropa.
Un rato después, el autobús llegó a recogerme. Me subí y saludé a don Arturo, el conductor; no me contestó el muy sinvergüenza. Caminé al fondo para buscar un lugar vacío junto a mis amigos y me encontré con él, con Samuel Mayer. Ahí estaba con sus ojotes color chocolate amargo, su nariz chiquita y esos agujeros que se le hacen en los cachetes cuando sonríe. Se veía retemono, como de costumbre. Me lanzó una sonrisa de campeonato y señaló el lugar desocupado junto a él. Me dio un paro cardiaco: desde primero de primaria vivía enamorada de él y, después de años de no hablarme, me invitaba a sentarme a su lado. Eso era nuevo. Fui hacia aquel lugar cuando una de sus fans me empujó y me quitó el asiento, claro que le respondí con un codazo del mismo tamaño.
—Si quieres, hay un lugar junto a Eder —dijo con un tonito inocente que