Durante un rato estuvo tan tensa que no podía ni tragar, pero, entonces, la noche se llenó del canto familiar de las ranas arborícolas y las cigarras periódicas. Más consoladores que tres ratones ciegos con un cuchillo de carnicero. La oscuridad tenía un olor dulzón, el aliento terroso de ranas y salamandras que habían conseguido llegar al final de otro día de apestoso calor. La marisma se acurrucaba en ella misma con la neblina, y se durmió.