Kim Thúy

Mis libros me protegían de los reproches que mi madre

que un día me había llevado a la biblioteca del colegio para enseñarme imágenes de su sueño futuro. Yo aún carecía de la capacidad de soñar, así que la imité. Me apropié de su opción

mi madre me dijo muy lentamente, con voz muy grave: «Cuando te des cuenta de que has cometido un error, te pido que tengas el valor de reconocerlo y de empezar de cero en otra parte».

Por falta de valor, hice los tres años de estudio y me conseguí un título que no me merecía.

Pero las tareas cotidianas nos enraizaban a nuestro pesar en aquellas tierras cálidas y hostiles.

Como todos los refugiados, había aprendido con rapidez a meterse en su burbuja para poder estar sola.

Cada día pegaba una cita nueva en el espejo del cuarto de baño. Hà me invitaba a leerlas con ella. Juntas buscábamos las palabras desconocidas en el diccionario e intentábamos captar el sentido antes del regreso de Louis, al final del día. «¿Qué es tu beso? El roce de una llama», de Victor Hugo, permitió que Hà me enseñase la diferencia entre el beso con los labios de la cultura occidental y el de la nariz de los vietnamitas. Uno saborea mientras que el otro olisquea, lo cual explica la palabra thơm («perfume») para pedir o dar un beso entre jóvenes vietnamitas.

Tenía ocho años cuando la casa se sumió en el silencio.
Bajo el

Mi nacimiento tenía la misión de reemplazar las vidas perdidas. Mi vida tenía el deber de continuar la de mi madre

Yo era una extensión de ella, incluso en el significado de mi nombre. En vietnamita, el suyo quiere decir «entorno apacible», y el mío, «interior apacible». Con esos nombres casi intercambiables, mi madre corroboraba que yo era una prolongación suya, que continuaría su historia