Sentada junto a mi hijo, dejo paso a la nostalgia buscando la razón de la pérdida de la ilusión, de la huida del deseo, de la pesada rutina, invadida por un miedo cerval. Embebida en mis cavilaciones, reacciono y no me doy más permiso en perder el tiempo, tengo muchas cosas que hacer.
Padre e hijo ya están preparados para la jornada laboral y escolar. Mi marido me da un beso casto en la frente y sale por la puerta; antes de que escape mi niño, le doy un beso y le coloco su mochila a la espalda.
—Hasta dentro de cuatro horas, cariño. Te quiero. —Bellas palabras para mi hijo y mutismo para mi marido.
Eric come en casa porque tenemos el colegio a cinco minutos en coche y así nos ahorramos una pasta en el comedor. Aunque, si me paro a pensar, hago seis viajes de ida y vuelta todos los días y eso implica: comprar corriendo, llegar a casa, hacer la comida, recogerlo, comer, llevarlo, volver, dormir a la niña, despertar a la niña, recogerlo..., así que no sé si sería mejor que comiera allí porque voy loca todo el santo día.
Ya en el comedor y aguardando la inspiración divina, tuerzo el gesto, me arremango ambas mangas y empiezo la cuenta atrás con la limpieza; bueno, realmente, primero viene la parte de recoger.