Algunas criadas buscaban conmigo. Otras huían atemorizadas a refugiarse en sus habitaciones, pidiendo a gritos que Dios me perdonara.
Y yo persistía en mi empeño con una fortaleza de demonio. Dije atrocidades a todos y, en el colmo del paroxismo, me tiré en la alfombra encarnada, por donde había venido el obispo a traerme la presencia de Dios. Empecé a patalear, a pegarme en el vientre y a jalarme los cabellos. Quise destrozarme la boca con mis propias manos, me mordía los brazos y me arañaba la cara entre furiosos bramidos…