Amaba a la vieja Rusia, en su integridad, tal como era, con todos los absurdos de su arcaico modo de vida; amaba a su pueblo maltratado por los burócratas, mal alimentado y medio borracho, y lo consideraba, con toda sinceridad, perfectamente «capaz de cualquier virtud». Pero su amor no le llevaba a cerrar los ojos; era un amor atormentado, de los que reclaman todas las energías del corazón y no dan nada a cambio. En el alma de este individuo se unían de un modo insólito la confianza y la duda, el idealismo y el escepticismo.