Toda su vida había concebido a una mujer parturienta como una guerrera, una heroína a punto de conquistar fama y honra, ciertamente no como una víctima rogando clemencia frente a un gran castigo que le infligiera la divinidad. Ahora le tocaba agarrar el escudo y pelear por su vida, juntar todas sus fuerzas y realizar la gran obra. Si triunfaba, tomaría un cautivo, un alma, desde fuera del cosmos mismo y lo traería a casa mereciendo con ello los honores más altos. Pero si fracasaba y le tocaba morir, no sería nada vergonzoso: se convertiría en un ser divino y valientes guerreros pedirían reliquias de su cuerpo, convertidas en talismanes capaces de infundirles valor para siempre.