Occidente parece a punto de perecer. Los invasores han sembrado por doquier el desorden y el miedo. La población se contrae aún más; los caminos se vuelven inseguros; la miseria se apodera de los campos. Los estados, minados por la división del poder entre los nobles, se desmoronan. Cada región queda abandonada a su suerte. Cada hombre libre busca un noble que lo proteja; cada campesino, un señor que lo ampare. Incluso la Iglesia entra en el juego. Como señores, los obispos y abades rigen vastas explotaciones agrarias y reciben de los campesinos, olvidado ya el trabajo de los monjes, las rentas que les permiten entregarse a la oración y la cultura; como vasallos, los sacerdotes y sus templos se entregan a señores laicos que los usan como un beneficio más en el entramado de las relaciones feudales. El mismo papa gime bajo la tiranía de la nobleza romana. Y el clero, corrupto e ignorante, se halla muy lejos de un pueblo que le necesita ahora más que nunca.