La apariencia que ofrecía el mundo occidental a los ojos de cualquier observador a finales de 1914 había de ser magnífica. Poderoso como nunca y muy seguro de sí mismo, Occidente dominaba el mundo y parecía hallarse en la plenitud de su desenvolvimiento histórico. La Revolución Industrial le había conferido una superioridad tecnológica, económica y militar que ninguna civilización había disfrutado jamás; sus lenguas y sus credos eran ahora los del mundo; su civilización, la que parecía portar la antorcha del progreso de la humanidad entera.