Andrés Ruiz

–Anchas espaldas tiene la muerte. ¡Qué admirable carga de títulos se le hace llevar alegremente y qué talento hay que tener para hacer de una tumba un monumento a la vanidad!

–No temamos jamás a los ladrones ni a los asesinos. Esos peligros son los peligros de fuera, pequeños peligros.Temámonos a nosotros mismos. Los prejuicios, ésos son los ladrones; los vicios, ahí tenéis a los asesinos. Los grandes peligros están en nuestro interior. ¡Poco importa lo que amenaza nuestra cabeza o nuestro bolsillo! No pensemos sino en lo que amenaza nuestra alma.

El desmoronamiento de los errores y de los prejuicios da paso a la luz.

No basta con destruir los abusos; hay que modificar las costumbres.

–El infinito es. Está ahí. Si el infinito no tuviera un yo, el yo sería su límite, y no sería infinito. En otros términos, no sería.Ahora bien, es. Por tanto, tiene un yo. Ese yo del infinito es Dios.

La vulgaridad es un viejo Narciso que se adora a sí mismo y que aplaude lo vulgar.

La conciencia del justo debe ser creída sin asomo de duda. Por otra parte, en el caso de ciertas naturalezas, admitimos el desarrollo de todas las bondades de la virtud humana aun si sus creencias son diferentes de las nuestras

dentro de un carácter, como dentro de una roca, puede haber agujeros con gotas de agua. Estos huecos son imborrables; estas formaciones son indestructibles

Hay horror sagrado bajo los porches del enigma; esas entradas sombrías están abiertas, pero algo nos dice, a nosotros, caminantes de la vida, que no se entra. ¡Desgraciado el que allí penetre! Los genios, en las profundidades inauditas de la abstracción y la especulación pura, situados, por así decirlo, por encima de los dogmas, proponen sus ideas a Dios. Su oración ofrece audazmente la discusión. Su adoración interroga. Esto es la religión directa, plena de ansiedad y de responsabilidad para el que le tienten las escarpaduras

La meditación humana no tiene límite.Analiza y penetra su propio deslumbramiento, exponiéndose a todos los riesgos. Casi se podría decir que, por una especie de espléndida reacción, la meditación deslumbra a la naturaleza; el misterioso mundo que nos rodea devuelve lo que recibe: es probable que los contempladores sean contemplados. Sea lo que fuere, hay hombres sobre la tierra –¿son hombres?– que perciben claramente, en el fondo de los horizontes del sueño, las alturas de lo absoluto, y que tienen la visión terrible de la montaña del infinito