Para experimentar lo que son tu madre, tu padre, tu hermana o tu hermano, en cierto nivel debes contarte (o recordarte) quiénes son. Sin tu relato sobre quiénes son, no tienes forma de saber quiénes son, ¿verdad? Sin tu relato, te encuentras con ellos, literalmente, por primera vez. Sin el relato, lo único que hay es intimidad total. Más allá del relato, hay amor. Y amor significa «no dos».
Sin embargo, nos olvidamos de que estamos experimentando nuestro propio relato del mundo..., nuestros propios pensamientos y rótulos, nuestras propias interpretaciones y recuerdos, nuestros propios prejuicios y miedos, nuestro propio condicionamiento y nuestros propios sueños. Y todos caemos en la creencia de que hay realmente un mundo separado ahí fuera, con objetos y personas segregados unos de otros, y de que experimentamos este mundo objetivamente y hacemos luego un informe sobre él. Olvidamos que lo que experimentamos es una proyección de nuestro propio sueño, y vivimos como si estuviéramos separados –y fuéramos esclavos y víctimas– de un mundo que está «ahí fuera». Olvidamos la total intimidad que hay en lo más hondo y esencial de la vida, y caemos en un mundo de separación y fragmentación, un mundo donde yo estoy aquí y todo lo demás está allí, y siempre nos encontramos a mayor o menor distancia de ello. Este olvido es el origen de que nos sintamos solos, del aislamiento y de la depresión.
Después empezamos a hablar de cosas como «mi mente», como si fuera algo real, una sustancia, una entidad, en nuestro mundo. Olvidamos quiénes somos realmente –el espacio abierto que contiene toda forma– y nos identificamos con la idea de que somos mentes y cuerpos separados, personas separadas confinadas en nuestros mundos separados. La consecuencia son la fragmentación y el aislamiento. Y luego, en nuestro estado fragmentado, nos volvemos hacia la religión y la espiritualidad para liberarnos