Para entonces era ya un experto en la tristeza femenina: una caída particular de los hombros, un sarpullido nervioso, una cadencia servil al terminar las frases, las pestañas mojadas de haber llorado. Russell me hizo lo mismo que a aquellas chicas. Pequeñas pruebas, primero. Un roce en la espalda, una presión en la mano. Pequeñas maneras de romper barreras. Y qué rápido se había lanzado y se había bajado los pantalones hasta las rodillas. Una acción, pensé, calibrada para consolar a las chicas jóvenes, que se alegraban de que, al menos, eso no fuera sexo. Que podían dejarse la ropa puesta todo el tiempo, como si no estuviera pasando nada fuera de lo corriente.