Ixchel Estrada

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    Tino, un lector voraz como pocos, tenía abierto El libro de la selva sobre el regazo.
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    Mago, quien se consideraba un perro de lo más normal a pesar de que sabía leer, las aventuras de Mowgli no se podían comparar con la felicidad que le provocaba andar en una tarde calurosa bajo los árboles, marcando con pipí los troncos de las palmeras, persiguiendo a los gatos y corriendo tras los ciclistas.
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    El poeta Octavio Paz, que cuando niño vivió cerca de allí, en el cercano barrio de Mixcoac, escribió sobre esa iglesia: “Los niños buscadores de tesoros y los perros sin dueño escarban el amarillo esplendor del pudridero”.
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    —Hola Mago —dijo Pancho el chihuahueño—, a ver si me acompañas a vigilar a mi ama, que ninguno de estos desobligados quiere venir conmigo.

    —Ya, Pancho, eres bien preocupón —ladró Lucas, el enorme perro pelirrojo que cuida el taller mecánico—. ¿Qué le puede pasar dentro del parque?
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    Sami era un perro valiente pero distraído, al que había atropellado un pesero. Sobrevivió, pero perdió el rabo.
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    —Vamos, muchachos, que una señora dejó una bolsa repleta de huesos y sopa en el basurero. Además hay como diez pañales desechables hechos bola —detalló Cholo.
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    Las mascotas aztecas

    LA PRIMERA VEZ que Cholo les contó a sus amigos de qué se trataba el trabajo de su dueño, los perros se hicieron bolas.

    El arqueólogo,
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    Cada hueso cuenta una historia.

    —¡Ay!, ora sí… se los ponen en las orejas y los huesos hablan, ¿no? Ja, ja, ja —ladró Lucas.

    —Qué ignorantes son ustedes…
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    Uy, sí. Y había una especie de perros que eran para comer —contestó el xoloescuintle.

    Los perros temblaron estremeciéndose al oír esa terrible noticia.
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    continuó Cholo—. Pero me sé unas cosas muy bonitas también. Por ejemplo, que antes de que llegaran los españoles a este país, no había un solo gato en la ciudad. Nosotros, los perros, somos las mascotas originales de este lugar.
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