Juan Carlos Onetti

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    El hambre no era ganas de comer sino la tristeza de estar solo
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    el miedo.» Pero ya no le preocupaba; era como el dolor suave, conocido y compañero de una enfermedad crónica, de la que uno en realidad no va a morir, porque ya sólo es posible morir con ella.
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    Enfrentar y retribuir el odio podía ser un sentido de la vida, una costumbre, un goce;
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    un lado de la boca sonrió, indulgente y viril —como a viejos rivales, tantas veces vencidos que el mutuo antagonismo era ahora blando y simpático como un hábito—, a la soledad, al espacio y a la ruina.
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    Reconoció ese tono exacto de gris que sólo los miserables pueden distinguir en un cielo de lluvia; la delgada línea purulenta que separa las nubes, la sardónica luz lejanísima filtrada con ruindad.
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    No hay sorpresas en la vida, usted sabe. Todo lo que nos sorprende es justamente aquello que confirma el sentido de la vida.
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    Todos sabiendo que nuestra manera de vivir es una farsa, capaces de admitirlo, pero no haciéndolo porque cada uno necesita, además, proteger una farsa personal.
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    una participación dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser exigido y convenía dar.
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    porque no hay coraje sin olvido:
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    Este cuerpo; las piernas, los brazos, el sexo, las tripas, lo que me permite la amistad con la gente y las cosas; la cabeza que soy yo y por eso no existe para mí; pero está el hueco del tórax, que ya no es un hueco, relleno con restos, virutas, limaduras, polvo, el desecho de todo lo que me importó todo lo que en el otro mundo permití que me hiciera feliz o desgraciado. Y tan a gusto, y siempre listo para empezar, si me hubiera dejado quedar allí o hubiese podido.»
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